Durante años, la globalización fue vendida como la promesa del siglo. Hoy, sus efectos —y los de una crisis de drogas sin precedentes— golpean más fuerte en el mismo lugar donde todo comenzó: Estados Unidos. Comencé a escribir este análisis político el día en que estalló la crisis, cuando muchos pensaban que era solo otra tormenta pasajera. Siete días después, cierro el texto en un mundo palpablemente empeorado: lo que parecía exagerado al comenzar, suena casi moderado ahora. Esta es la bitácora de esa breve —y violenta— semana.
Los mismos que crearon el sistema ahora buscan culpables. Pero los datos, la historia y la lógica apuntan en otra dirección.
Día 1 de la crisis
En mi adolescencia, en los colegios y universidades del Perú, el modelo norteamericano era casi religión. Nos decían que la globalización era el futuro. Que había que alinearse. Que el progreso venía en inglés. El FMI y el Banco Mundial ya estaban bien metidos. Sus políticas eran duras, muchas veces crueles. Nos vendían reformas como “modernas”, pero en la práctica eran recortes, privatizaciones y más pobreza.
En ese entonces, yo lo vivía desde abajo. El país parecía intentar perseguir un tren bala usando carros tirados a caballo. Mientras tanto, los problemas se acumulaban: desocupación, exclusión, drogas. Todo eso iba creciendo sin freno.
Hoy, escucho a políticos y opinólogos de Estados Unidos decir que la globalización es un invento europeo, o que México y China son los culpables del fentanilo. La narrativa es clara: echarle la culpa a los demás por lo que uno mismo creó. Pero tanto la globalización como la epidemia de drogas nacieron en casa: en universidades, oficinas de gobierno, laboratorios y corporaciones estadounidenses. No fueron inventos extranjeros; fueron fabricados, vendidos, impulsados y exportados por Estados Unidos como si fueran soluciones mágicas. Hoy que el boomerang regresa, lo llaman “crisis importada”, pero no podría estar más lejos de la verdad.
Un sistema hecho a medida de unos pocos
Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se propuso rediseñar el mundo a su imagen y conveniencia. Lo envolvió en instituciones con nombres respetables —el FMI, el Banco Mundial, la OMC— que prometían cooperación, pero la lógica de fondo era clara: abrir mercados, debilitar gobiernos, favorecer al capital financiero y, claro, consolidar su hegemonía. Si en el siglo XIX se expandieron bajo la bandera del Manifest Destiny, en el XX globalizaron el mismo impulso, esta vez disfrazado de institucionalismo multilateral.
Joseph Stiglitz ya lo explicó en Globalization and Its Discontents (2002): no fue una solución global, fue una imposición. Thomas Friedman incluso lo llamó “el sistema que reemplazó la Guerra Fría”. Pero nunca dijo que ese sistema funcionaba solo para los que lo diseñaron.
Las drogas: otro experimento que se salió de control
Lo mismo ocurrió con las drogas. El fentanilo no surgió en laboratorios clandestinos chinos ni fue cocinado por narcos mexicanos: fue sintetizado en 1959 por una farmacéutica belga y promovido durante décadas por empresas estadounidenses como un analgésico eficaz. Un caso paradigmático fue el OxyContin, de infamia emblemática, comercializado por Purdue Pharma como una medicina milagrosa, aun cuando sabían que causaba adicción. Contaban con respaldo legal, institucional y político, en una red de complicidades que permitió que la epidemia de opioides se convirtiera en una crisis nacional.
No fue un accidente. Fue un negocio. Y cuando explotó la crisis de opioides con más de 100,000 muertes al año, la culpa cayó otra vez en el otro: la “amenaza externa” siempre al acecho (una narrativa profundamente arraigada en la cultura política estadounidense, como podemos ver). Pero el desastre se originó ahí, en sus propios escritorios y despachos.
Exportar el producto, importar el problema
Con la globalización ocurrió lo mismo: se vendió como progreso para todos, pero en muchos países solo dejó deudas, industrias arrasadas y empleos perdidos. Una vez más queda claro: las políticas de Estados Unidos están diseñadas para beneficiarlos a ellos —primero, segundo y tercero. Las élites del norte crecieron; los pueblos del sur, como bien saben hacer, sobrevivieron. Y cuando el modelo empezó a hacer agua en casa, volvió el viejo reflejo de salir a cazar chivos expiatorios, como en los gloriosos días de las hogueras puritanas.
Como cuando Estados Unidos invadió Irak. Se habló de armas de destrucción masiva que nunca existieron, se desmanteló un país entero, y luego se lo dejó sumido en el caos, la violencia y el sectarismo. O como cuando invadieron Afganistán para “liberar” al pueblo. Prometieron democracia y reconstrucción. Años después, se retiraron de un día para otro y dejaron todo en manos de los talibanes. Y ahora, como tantas veces, nadie se hace cargo. Nadie. La responsabilidad se diluye, el relato se reescribe, y la historia, como siempre, la cuentan los mismos que la arruinan.
Monstruos creados a medida
Estados Unidos ha creado muchos monstruos. Los alimenta para usarlos como herramientas políticas o económicas. Pero, como en la historia de Frankenstein, esos monstruos tarde o temprano se rebelan. Y, entonces, como siempre, la culpa es de otros. Los Estados Unidos son infalibles: desde luego, ellos son los salvadores del mundo —y los primeros responsables, claro… pero de eso no hay que hablar.
Como analista y estratega político, veo este patrón repetirse sin pausa. Se crea miedo, se promueven conflictos, se genera caos. ¿Resultado? La gente está ocupada sobreviviendo, tiene miedo y siente culpa (dos emociones paralizantes), mientras otros venden armas, hacen negocios y acumulan poder. La crisis siempre beneficia a los mismos. ¡Siempre!
El giro de Trump: ¿desglobalización o traspaso de poder?
Estos días, con Trump —¡presidente en campaña a no se sabe bien qué!—, vuelven los discursos desglobalizantes. Según él, hay que proteger a Estados Unidos de esa idea gringa cancina: las “amenazas externas”. Pero lo que parece estar pasando es otra cosa. Un traspaso. Un reacomodo. Los poderosos de siempre ceden lugar a otros poderosos (no voluntariamente, por cierto), pero todo queda en el mismo 5-8% de la población. La gran mayoría, la clase media y baja, va a quedar igual o, lo que es más probable, peor.
¿Y ahora qué? El sistema no da para más. Eso está más que claro. Si no cambia, se rompe…
Día 7 del circo político
De hecho, digo yo, ya empezó a hacerlo.
Siete días después, ya no parece una crisis en desarrollo. Parece un derrumbe en cámara lenta. O más bien, en cámara rápida, pero con banda sonora de circo. Lo vemos en escenas dignas de tragicomedia, con un Trump —sí, con u, aunque muchos aquí al sur ya lo escriban Tramp, por pura ironía— desbordado, imponiendo aranceles de hasta el 145% a China [incrementado al 245% a la hora del cierre de este artículo —así de volátiles han sido estos 7 días], y aplicando o retirando medidas al resto del mundo con el mismo rigor con que uno elige toppings en una pizza.
Y es que el sistema está podrido en sus cimientos. Y aunque algunos intenten repararlo con discursos reciclados o nuevos villanos, no hay reforma posible sin una ruptura real. No se puede maquillar una estructura que vive del saqueo, la desigualdad y el miedo.
“Les digo, estos países nos están llamando y me están besando el cu**. Están desesperados por hacer un trato: ‘Por favor, por favor, haga un trato [con nosotros]. ¡Haré cualquier cosa, señor!’”, llegó a decir Trump —así, sin metáforas ni diplomacia; solo una especie de ataque de ego incontinente, más propio de un emperador romano en decadencia que de un presidente del siglo XXI.
¿Y ahora qué? Pues, ahora toca decidir. O seguimos arrodillados ante un modelo que nos usa, nos culpa y nos descarta; o entendemos, de una vez por todas, que este sistema no está en crisis: es la crisis. No es un acto aislado, es la última función de un circo imperial que ya desmonta la carpa mientras arde el terreno.
El imperio se quiebra
Y si quedaba alguna ilusión de liderazgo global, el vicepresidente de Trump, J.D. Vance, profeta del nuevo nacionalismo, la enterró, pinchando el globo que mantenía a China en el ostracismo mundial. Dixit el vicepresidente de Estados Unidos, autor de un best seller1, es decir un tipo que sabe elegir muy bien sus palabras y que, en esta crisis, decidió formular la tan delicada y diplomática frase: “Pedimos prestado dinero a campesinos chinos para comprar cosas que los mismos campesinos chinos fabrican”. Resulta que esos ‘campesinos’ (dicho chorreando desprecio; solo le faltó el ‘ignorantes’) están construyendo una civilización que, en muchos aspectos, ya nos lleva medio siglo de ventaja. Tecnología, planificación, infraestructura… no es ciencia ficción, es geopolítica real.
La lección está escrita con luces de neón LED —fabricadas en China—: no se puede sostener un modelo donde el 5-8% acumula el 90% de la riqueza. Eso no es progreso. Es una bomba de tiempo. Y ya se escucha el tic-tac.
Esos campesinos ignorantes a los que se refiere el vice-Vance —los que hoy construyen lo que nosotros solo soñamos— están mirando desde las alturas mientras nosotros, con la cabeza agachada, nos ahogamos en nuestras propias mentiras. La guerra que comenzó con una falsa guerra comercial ya está dejando su huella en los cimientos de un imperio que no sabe cómo detener su propia caída, y que ni se digna a esconderlo. Esto ya no es un tropiezo del sistema: es su propia confesión de bancarrota.
Llamado al futuro
El nuevo sistema —si queremos uno que dure, que valga la pena— no puede construirse en Wall Street ni en Silicon Valley. Tendrá que levantarse desde abajo, con y para ese 90% que sí sostiene el mundo: los que enseñan, curan, cultivan, transportan y cuidan. Los que nunca salen en las fotos de firma de tratados, pero sin los cuales no hay mañana posible. El cambio no llegará desde arriba; llegará cuando quienes lo sostienen digan ¡BASTA! Ya no bastan discursos ni promesas con letra chica. Es ahora o nunca.
Si vamos a medir el éxito de una sociedad, que sea por la felicidad y su bienestar colectivo, no por los récords en la bolsa. Si esto no lo entendemos pronto, el caos no será solo inevitable: será el próximo espectáculo que veremos desde las pantallas de nuestros smartphones chinos. Porque —y esto lo dijo el mismo presidente Tramp, aunque no lo haya entendido— “el dinero no compra la felicidad”… y está claro que tampoco compra estabilidad, dignidad ni futuro.
- Best seller adaptado al cine por Ron Howard, legendario director de Volver al futuro… 1, 2 y 3, y ganador de dos premios Oscar, y protagonizado por Glenn Close y Amy Adams, actrices nominadas al Oscar 8 y 6 veces, respectivamente. No lo digo para inflar su currículum, sino para subrayar aún más lo obvio: a diferencia de Trump, Vance no es ningún improvisado, sino un tipo que conoce perfectamente el valor de una frase bien dicha —o mal dicha, si le conviene. ↩︎
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