Luis Fernández, un renombrado y también controvertido profesor de psicología en la Universidad de Santiago de Compostela, sostenía sin tapujos que el ser humano es un animal con una tendencia biológica a la corrupción. Para él, la corrupción no era un simple acto aislado, sino una característica inherente a la naturaleza animal del ser humano. Exploremos este tema retrocediendo a las raíces animales en la evolución de los humanos durante más o menos 6 millones de años, y exploremos también la trayectoria evolutiva de patrones de comportamiento que hoy conceptualizamos como corrupción, los filtros que en nuestro progreso desarrollamos como contención de ella, y cómo en los últimos tiempos estos se están desafortunadamente diluyendo en una suerte de proceso de retroceso moral.

A lo largo de su carrera, Fernández ha entrevistado a numerosos políticos, empresarios y funcionarios públicos involucrados en casos de corrupción, tratando de entender qué los llevó a cruzar esa línea ética. Sus conclusiones no son reconfortantes: la corrupción es una mezcla de factores individuales, como la ambición desmedida y la falta de empatía, y factores contextuales, como la impunidad y la falta de controles institucionales.

En su libro “Psicología de la corrupción y los corruptos” Fernández analiza en detalle estos diferentes factores, tratando de ofrecer una explicación integral de por qué la corrupción parece estar tan arraigada en la sociedad. Para que esto sea claramente comprendido, propongo que retrocedamos hasta los comportamientos adaptativos, que son ese conjunto de destrezas que responden a un concepto social y que, por lo tanto, los animales humanos han tenido que aprender para poder funcionar en forma eficiente en su vida diaria. Estos no son otra cosa que patrones de comportamiento que van a influir, positiva o negativamente, en la capacidad de respuesta a estímulos vitales y a cambios y demandas ambientales.

Estos comportamientos adaptativos o patrones de comportamiento fueron una herramienta que, junto con un súper-desarrollo de lenguaje, voluntad estratégica y creatividad, les sirvieron a nuestros ancestros en esos albores de la transición entre animal “puro” a un animal humano para sobrevivir y ganar poder en un entorno sumamente hostil y dependiente de eventos naturales, donde posesión y domino podían significar vida o muerte. Como algunos de los tantos ejemplos que podemos poner: la necesidad de sobrevivir ante una tormenta, la oscuridad y el peligro, la necesidad de alimentarse para sobrevivir; estas necesidades seguramente obligaban a ese primitivo humano a imponerse a la fuerza a costa de lo que fuese o de quienes fuesen. De la misma manera, en los albores de las civilizaciones tenemos muestras históricas de cómo esos mecanismos de supervivencia, aunque respondiendo al mismo instinto, ya no solo se utilizaban para sobrevivir, sino más bien para imponerse y subyugar a otras personas.

Lo que hoy evolucionó a ser conceptualizado como corrupción a secas incluye todos esos comportamientos adaptativos o patrones de comportamiento que hasta hace unos cientos de años no solo eran mucho más comunes, sino “justificados”.

A este punto debemos hacernos una pregunta pertinente: ¿Tenemos grabados en nuestra “genética social” las bases de esos antiguos patrones de comportamiento cuya evolución hoy entendemos cómo corrupción? La respuesta es sí. Esa herencia ancestral que nos impulsó a través de la historia humana a buscar nuestro propio beneficio, a veces a expensas de los demás, podría estar grabada en nuestra “genética social” y, de esa forma, este modus operandi llega hasta nuestros días; claro, no sin antes pasar por una serie de filtros de freno o contención.

Si hacemos un análisis retrospectivo, podemos comprobar cómo en todas las épocas encontramos este mismo patrón de comportamiento que, como fenómeno de mayor o menor incidencia, no solo marca su huella a través del tiempo, sino que también evoluciona al tiempo que la misma civilización va evolucionando. Pero, al mismo tiempo, el humano comienza a evolucionar medidas para poder contener (si no controlar) este comportamiento instintivo animal, e impedir que reine la “ley de la selva”, que sabemos que no es conducente a un próspero desarrollo de las civilizaciones. A vuelo de pájaro, podemos evidenciar esta evolución, por ejemplo, en la aparición de las religiones como forma de imponer reglas de comportamiento a través de la autocensura (por miedo y culpa ante un ser superior); la Ética, tan venida a menos en estos tiempos, otro filtro que se desarrolla, digamos, paralelamente en la Filosofía en vez de la Teología, es decir que viaja más bien por la vena humanista. Estos “conceptos” evolucionan en las leyes y reglamentos que podemos reconocer hoy en día, es decir los códigos que encuentran su germen en la Ley Romana: todo lo relativo a controlar de una forma u otra a una población cuya tendencia natural es el desbordarse.

Sin embargo, ese impulso primordial, primigenio y ancestral, con sus matices y filtros de contención, llega más o menos intacto a nuestros días. Analicemos este mensaje, muy presente en nuestros tiempos de autoayuda: “Esto me lo merezco porque la sociedad, el mundo, Dios, etc., me lo deben. Lo voy a hacer mío. Y, para conseguirlo, voy a hacer todo lo que sea necesario.” Alguna variante de esto sin duda lo habremos leído u oído en libros, medios y redes sociales. Pues bien, mientras que para una mayoría felizmente se queda en “voy a hacer todo lo que sea necesario”, implicando, desde luego, “siempre que no haga daño ni a mí ni a mi entorno”, para una minoría, esta idea acaba con la siguiente frase: “¡así tenga que pisar cabezas!”. Esta minoría, por razones tanto endógenas como exógenas, omite en su pensamiento el concepto del daño como algo que no suma valor a su vida. Y, en muchos casos, para estos individuos los conceptos de ganancia, provecho y victoria propia no pueden coexistir con los de pérdida, fracaso y derrota de otros. Es decir que para esta gente no existe en su mirada del mundo la posibilidad de un Ganar-Ganar: situación en que ambas partes sacan igual provecho. Por el contrario, una falta de Ética hace que conceptúen el hacer todo lo que sea necesario como: “a costa de todo y de todos”. Es decir: la ley de la selva.

Según lo que vamos leyendo hasta ahora, podemos concluir que el ser humano, por su herencia animal, aún hoy sigue tendiendo a aprovecharse de las oportunidades y beneficiarse del esfuerzo ajeno sin contribuir nada a cambio. Sin embargo, hoy en día, gracias a esos filtros de contención o freno que en el devenir de la civilización nos hemos impuesto como sociedad, esta tendencia suele sucederse por otra que logra inhibir esos impulsos en mayor o menor grado. No obstante, sigue existiendo el típico gorrón que se cuela en el banquete de la vida sin traer nada a la mesa. En el caso de ese individuo, hay otros impulsos que salen ganando; impulsos que en los últimos tiempos están volviéndose toda vez más inherentes en parte de la sociedad.

Estos últimos años de postpandemia, sobre todo, vamos viendo cómo estos filtros de contención éticos-sociales se están debilitando y diluyendo cada vez con mayor rapidez. A partir de eso, y gracias a la híper-accesibilidad de información, se evidencia tal vez con mayor facilidad, o al menos inmediatez, el rostro de la corrupción. Este rostro siempre estuvo ahí, pero tal vez no era tan visible al público en general; era más bien intuida por la mayoría de los ciudadanos en una suerte de “Dios perdona el pecado, pero no el escándalo…”. Hoy en día lo tenemos tal vez más en evidencia, pero también es cierto que está generando el caldo de cultivo perfecto para restablecer ese orden de “la ley de la selva” que conocimos cuando éramos menos humanos, y sí más animales.

Aquel trabajo que vienen cumpliendo desde los albores de nuestras civilizaciones las religiones y, luego, la Ética, los códigos de conducta, las reglas y normas, las leyes, etc., hoy ya no están teniendo mucha efectividad ya que en esta época se le está perdiendo el respeto a todo, a su Dios, la autoridad y las jerarquías, las instituciones, etc. Estamos entrando a un campo peligrosísimo donde “Todos estamos contra todos…”, y donde la educación precaria en los colegios y universidades es aún más precaria, casi nula en el hogar, donde los principios y Valores Universales, la obediencia, las reglas y los límites han casi desaparecido, sustituidos por las “enseñanzas” heterogéneas de fuentes dudosas como el Instagram y el TikTok.

Así, una población con tendencia instintiva a desbordarse es propensa a echar mano de forma automática de esos primitivos comportamientos adaptativos, que en un tiempo fueron usados como herramientas para la supervivencia, pero, hoy, para satisfacer el ego y el bolsillo.

¿Cuál es, entonces, la conclusión de este artículo? Sería facilista concluir que somos todos corruptos, todos “pecadores”. La realidad es que somos seres humanos de naturaleza animal y con una herencia genético-social de patrones de comportamientos primitivos evolucionados que nos hacen a veces caer en comportamientos reñidos con lo ético y lo “moral”. No obstante, somos seres que vivimos en una sociedad y la única forma de convivir es mediante ciertas reglas y normas de comportamiento social que nos permiten no terminar matándonos con palos y piedras.

Por lo tanto, tenemos que regresar nuestra mirada a la educación en el hogar, el orden y la disciplina, los principios y Valores universales y/o también los religiosos para aquellos que los tengan, de tal manera que los niños y los adolescentes sepan que los derechos de uno terminan donde comienzan los derechos de los otros. Que no somos dueños de la calle porque “papito nos compró un Porche”, o “si yo lo quiero, yo lo poseo porque he sido ungido por algún Dios” etc. Siempre dependerá de nosotros sobreponernos a ese impulso ancestral que nos dice “piensa solo en tu propio provecho sin importarte las consecuencias” y poner por delante esos filtros y frenos de contención que nos permitirá hacer un -rediseño- instantáneo y corrijamos ese impulso.