En un pequeño pueblo sudamericano, donde los días parecían eternos y las noches desprovistas de sueños, la mediocridad había echado raíces profundas. Las calles, antaño vibrantes de vida, ahora estaban dominadas por la resignación y la indiferencia. Bajo un cielo perpetuamente gris, los habitantes vivían atrapados en una rutina monótona, aceptando sin cuestionarse el “destino” que les había sido impuesto.

Nadie en este pueblo parecía recordar una época mejor. Desde los niños en las escuelas hasta los ancianos en sus hogares, todos habían aprendido a conformarse con una vida sin aspiraciones. En las aulas, la responsabilidad se enseñaba en teoría, pero en la práctica, reinaba la impunidad. Los jóvenes, sin temor a consecuencias, abusaban tanto de sus compañeros como de sus profesores, reflejando una sociedad donde las reglas eran meras sugerencias. En ese mismo contexto, la situación en el hogar no era mejor que en la escuela. Los niños crecían escuchando a sus padres transmitir un mensaje de resignación y falta de responsabilidad. Estos, los padres, les repetían constantemente que la vida era injusta y que no tenían control sobre lo que les sucedía, fomentando así una mentalidad de víctima frente a las circunstancias externas.

Los seres humanos no existimos de forma aislada; somos el resultado de la socialización que recibimos en nuestro hogar y en los espacios educativos. Las experiencias y comportamientos que adquirimos en un contexto se reflejan en todas las áreas de nuestra vida. Por ejemplo, si tienes dificultades para controlar tu comportamiento en un partido de fútbol, es probable que también tengas dificultades para manejar tus emociones en casa, en el trabajo y en tus relaciones personales. De este modo, la falta de responsabilidad y la conformidad se convierten en la rutina diaria de las personas; más aún, en su forma de ser y de pensar. Y ambas generan un caldo de cultivo propicio para fabricar “víctimas profesionales”. Adoptar el papel de víctima crea un entorno tóxico en el que solo prosperan las víctimas, los abusadores y aquellos que se aprovechan de la debilidad ajena.

En este ambiente, en nuestro pueblo imaginario, nada funcionaba correctamente. Cuando las raíces están enfermas, no se puede esperar que el árbol crezca fuerte y dé frutos saludables. La comunidad, enferma desde sus fundamentos, reflejaba esta decadencia en todos sus aspectos. Los servicios ofrecidos eran de calidad mediocre porque los líderes elegidos eran igualmente mediocres para dirigir el país. Estas personas mediocres pronto sucumbían a la corrupción, convirtiéndose en herramientas para las bandas criminales que controlaban el país. La corrupción se había convertido en la norma y la gente del pueblo se preguntaba si realmente todos estaban a favor de la mediocridad. Lamentablemente, la respuesta era aún peor de lo que temían.

Más de la mitad de los habitantes aparentaban ser personas con principios y valores, pero en realidad se habían acostumbrado a conformarse con la mediocridad para obtener beneficios. Descubrieron que ser solo un poco menos mediocres les daba una ventaja suficiente para tener éxito, permitiéndoles alcanzar sus objetivos con el menor esfuerzo posible y manteniéndolos en su zona de confort. Sin embargo, esta actitud los colocaba en una posición aún peor. Si eres consciente de que puedes marcar la diferencia pero eliges no hacerlo, te conviertes en cómplice de la corrupción y la mediocridad, lo que es moralmente más reprobable que ser simplemente ignorante o pasivo.

En este mundo de víctimas y victimarios, nadie se cuestionaba si merecían algo mejor. Simplemente aceptaban su realidad porque era lo único que conocían. Para los jóvenes, era lo que conocían desde su nacimiento; y para aquellos que habían visto un mundo mejor, por comodidad o conveniencia, se adaptaban y seguían adelante sin intentar cambiar nada.

Llegó el momento crucial: la época de elecciones. A pesar de que en la última década la mediocridad parecía haber traído al pueblo al fondo del abismo, está claro que con la mediocridad siempre se puede caer un poco más. El pueblo se encontraba frente a decenas de partidos y cientos de candidatos de todo tipo y para todos los gustos. La cosa iba a ser esencialmente como taparse los ojos y la nariz y elegir al azar, pues no hay uno que sea mejor que el otro.

Cuando todo parecía ya una comedia de errores que se repetiría una y otra vez ad infinitum, algo inesperado sucedió en el pequeño pueblo: un joven desconocido pero del mismo pueblo se manifestó con una energía y determinación que despertaron algo en los habitantes. El joven les habló de la importancia de luchar por lo que uno quiere, de no conformarse con una vida mediocre y de ser dueños de su propio destino.

“Como lo dijo el psicólogo Viktor Frankl —dijo el joven—: cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”.

Al principio, los habitantes del pueblo no entendían las palabras del joven. ¿Cómo podían salir de su rutina si habían vivido siempre de la misma manera? Pero poco a poco, la chispa de esperanza nueva que el joven traía consigo comenzó a encenderse en los corazones de aquellos que por rutina o conveniencia convivían con la mediocridad (incluso aquellos que tal vez no creían en ella).

Se llevaron a cabo reuniones, se debatieron ideas y se propusieron cambios. Aquellos que abrazaban principios y valores, en contraste con sus acciones previas, tomaron el control de su comunidad, reduciendo el espacio para los individuos mediocres y corruptos. Los principios y valores se convirtieron en parte de la conducta diaria, desplazando a la mayoría de los ciudadanos deshonestos que se conformaban con la mediocridad y sucumbían ante la corrupción. Ahora eran los mediocres y corruptos quienes comenzaban a comprender que, en términos de ganancias y pérdidas, actuar correctamente generaba mayores beneficios.

La mediocridad estaba siendo derrotada por la determinación y valentía de aquellos que optaron por despertar y luchar por una vida mejor.

El pequeño pueblo sudamericano comenzó a transformarse ante los ojos maravillados de sus habitantes. El cielo dejó de ser gris, dando paso a un azul brillante; la vida volvió a ser emocionante y llena de posibilidades. Los niños aprendieron que no tenían que conformarse solo con lo que les habían enseñado, que podían ser dueños de su propio futuro.

Así, el pueblo que una vez había sido víctima de la mediocridad y la corrupción se convirtió en un ejemplo de superación y valentía. La chispa de esperanza encendió una llama que nunca más se apagaría. Desde entonces, aquel pequeño pueblo sudamericano brillaba con una luz propia, recordando a todos que nunca es tarde para cambiar el destino.

La realidad, sin embargo, suele ser más dura que los cuentos. Como se le suele atribuir erróneamente a Albert Einstein: “La definición de locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”. Y, desafortunadamente, en la realidad parece que estamos empecinados en corroborar que no estamos bien de la cabeza… Si me equivoco, si no queremos perpetuar una extraña locura en nuestro país, es decir, si queremos cambiar nuestras circunstancias, debemos estar dispuestos a salir de nuestra zona de confort y explorar nuevas posibilidades. Recordemos lo que nos dijo Frankl y empecemos el cambio desde adentro. Es hora de tomar las riendas de nuestra vida y abrirnos a lo inesperado. Después de todo, ¿qué otra opción tenemos si no es la de luchar por un futuro mejor? El verdadero poder reside en nuestras manos. El cambio no es fácil, pero la historia de este pequeño pueblo nos recuerda que la valentía y la determinación pueden derrotar la mediocridad y la corrupción. La pregunta que queda es: ¿estamos dispuestos a actuar y transformar nuestra realidad?