Había una vez una ciudad donde todos estaban obsesionados con la inseguridad ciudadana. La gente hablaba constantemente de robos, asaltos y crímenes que ocurrían a diario en las calles. A esto, todos le atribuían la condición de principal problema social. ¿Pero era realmente la enfermedad o solo un síntoma de algo peor?

En esa ciudad, el desorden reinaba en todas partes. Los gobernantes no tenían ni ponían límites, horarios o reglas. Y esa falta de liderazgo había creado un ambiente caótico en el que los ciudadanos veían a diario cómo aquellos que deberían ser el ejemplo para todos —especialmente para los niños y jóvenes— eran los primeros en violar sus propias leyes, y delinquir. En esta realidad, la casta de delincuentes habituales se juntaba con los que hacen las reglas para luego romperlas; y, en esta realidad, todos se sentían libres de actuar como les viniera en gana. Como consecuencia, las calles estaban sucias, los edificios abandonados y la moral de la sociedad se había desvanecido. Por supuesto que los Principios y Valores Universales no solo eran inexistentes, sino más bien eran los Antivalores los que se habían establecido firmemente como regla de vida.

Los gerentes de seguridad ciudadana de los municipios —policías y militares en retiro, casi siempre— salían a las calles a reprimir sin discriminar, causando más daño que bien. La teoría de la ventana rota —la que, a grandes rasgos, nos enseña que la ocasión no hace al ladrón, sino más bien la ocasión atrae al ladrón que asecha ya, tal vez escondido— se hacía presente, dando lugar a un círculo vicioso en el que la delincuencia florecía.

El desorden y la falta de disciplina.

La falta de orden y disciplina en la ciudad era lo que permitía que la delincuencia se apoderara de ella. La falta de Principios y Valores Universales estaba creando un caldo de cultivo perfecto para los criminales.

Tal como dice la teoría de la ventana rota, donde reina el desorden y la falta de disciplina terminará convirtiéndose en la cueva de los ladrones. Esa justamente es la “ocasión” que los va a reunir en torno a ella como abejas al panal (por no usar otra alegoría menos cortés). 

La gente se preguntaba sin cesar por qué la ciudad estaba sumida en inseguridad ciudadana, pero pocos reflexionaban sobre la raíz del problema. El problema era el entorno caótico en el que vivían, lleno de desorden, falta de Principios y Valores Universales y disciplina; un entorno donde, desde el hogar, se les enseña a los niños que ser “Pepe el Vivo” es la norma y la ley en el caos, algo de lo que hay que enorgullecerse… Es esto lo que reunía a los delincuentes en el corazón de la sociedad.

¿Les resulta conocido ese país? ¿Les resulta conocida esa ciudad?

Pues a mí sí. Yo vivo en él. Yo vivo en ella. Y es probable que tú, lector, también.

La inseguridad ciudadana es un problema que nos afecta a todos en nuestra sociedad, pero pocos se detienen a pensar en la raíz del problema, es decir la enfermedad que hay debajo, quedándose solo pegados al síntoma.

El desorden rampante en nuestra sociedad, esa sí que es la enfermedad.

El entorno en el que vivimos juega un papel crucial en la profesionalización de aquellos que tienen ya instalada en su Ser la vena delincuencial. No me refiero a que esta sea enteramente genética; el factor social y del entorno es definitivo. Esta es inculcada o potenciada cuando se viene de hogares disfuncionales donde, como hablamos arriba, en lugar de los Principios y Valores Universales, disciplina, orden, solidaridad, respeto y honestidad, lo que se promueve y se premia es la viveza y la astucia. En un hogar funcional, la promoción del concepto de que, como seres sociales, debemos aprender a vivir bajo los parámetros y reglas de convivencia solidaria, ordenada y disciplinada, es esencial para la convivencia pacífica entre los ciudadanos.

El problema, amigo lector, es que este funesto modus operandi de “Pepe el Vivo” ya está instalado en los principales estamentos, especialmente aquellos que nos gobiernan.

Los niños que crecen en un entorno de desorden y falta de valores tienen más probabilidades de convertirse en delincuentes que los niños con esa misma predisposición hacia la transgresión pero que fueron criados en un hogar donde el amor, la solidaridad, los principios y valores, el orden y la disciplina, fueron la norma.

Por eso, recalquemos: no son los ladrones los que hacen el desorden, sino que es el desorden el que atrae a los ladrones. La falta de Principios y Valores Universales es lo que permite que la delincuencia crezca y se expanda como una plaga. Y el síntoma más visible de esta enfermedad es la tan temible inseguridad ciudadana.

¿Y cuál es la solución?

Antes de culpar a la inseguridad ciudadana como el principal problema de nuestra sociedad, deberíamos mirar más allá, hacia el verdadero problema que ya ahora conocemos: el desorden, la falta de liderazgo, la falta de valores. Porque si no atacamos la enfermedad de raíz, seguirán brotando síntomas cada vez más graves. Y, así, la ciudad seguirá siendo presa de la delincuencia, de la corrupción, del caos. ¿Y cuál es esa raíz? ¿Quiénes dan el ejemplo? ¿Serán acaso aquellos los primeros en violar las reglas y en justificarlo con excusas?

Es importante que, como sociedad, reflexionemos sobre esas preguntas que nos hemos hecho. Si lo hacemos así, la conclusión ineludible es que inculcar valores y disciplina desde el hogar y no esperar que el estado, la escuela o la iglesia haga el trabajo que le corresponde a los padres es fundamental. Las bases de la educación de un niño deben ser cimentadas por los padres, enseñando a nuestros hijos que la honestidad, el respeto y la solidaridad son fundamentales para convivir en armonía con los demás. Solo así podremos evitar que “Pepe el Vivo” siga ganando terreno en nuestra sociedad.

De modo que para terminar con la inseguridad ciudadana debemos enfocarnos en combatir el desorden y el caos en todas sus formas, entonces y solo entonces, podremos decir que estamos haciendo país.

En nuestros hogares hagámonos responsables de los niños que traemos a esta sociedad. No existe “me salió torcido”. ¡Tú! le saliste torcido a ese niño que trajiste al mundo porque no supiste inculcarle principios y valores o no fuiste eficaz en el intento. Tu país es como tu hogar grande, y si no hay orden en tu hogar chico, tampoco lo habrá en el país.  Es hora de poner orden, de establecer límites, de recuperar la disciplina perdida. Porque solo así podremos construir una sociedad más justa, más segura, más humana.

El día que todos nosotros dejemos de esperar que políticos corruptos e inmorales cambien nuestra sociedad y seamos nosotros los que asumamos la responsabilidad que nos toca como ciudadanos y usemos el poder que está en nuestras manos, entonces ese día este país será mejor para nuestros hijos y nietos.

Así mismo, como todos somos seres políticos desde que opinamos sobre política, hagámonos responsables del político que elegimos para que gobierne o dirija los destinos de nuestro país. Si no te importó su prontuario cuando lo votaste, no tienes derecho a quejarte hoy de que, ese mismo político dudoso, en lugar de preocuparse de su pueblo, lo haga por sus propios intereses.

La violencia y la criminalidad no son inevitables, son el resultado de un entorno de desorden y falta de valores. Debemos trabajar juntos para cambiar esta realidad, para construir un futuro mejor, para nosotros y para las generaciones que vendrán. ¡No permitamos que la inseguridad ciudadana nos gane la batalla, luchemos juntos por un mundo más seguro y justo para todos!