La negación no es simplemente una evasión psicológica, sino un mecanismo profundamente destructivo que frena la acción, bloquea la toma de decisiones y perpetúa el caos. Cuando una persona, una empresa o un gobierno caen en este ciclo de negación, se están condenando a un colapso inevitable. En el ámbito del liderazgo gubernamental, la negación de las crisis, la corrupción y/o el deterioro institucional no solo paraliza la gobernabilidad, sino que abre la puerta a una espiral de desconfianza, inestabilidad y, eventualmente, el desplome de toda la estructura social y política. La historia nos ha demostrado que los líderes que eligen negar esta realidad en lugar de enfrentarla con coraje terminan acelerando su propia caída y arrastrando con ellos al pueblo que gobiernan.
En el Perú, esta negación ha corroído los cimientos del gobierno. En dichos cimientos, la corrupción y las mafias se entrelazan; mientras tanto, en la superficie una presidenta y su gabinete temen enfrentar la cárcel, haciendo todo lo que está en su poder para evadir la inevitable rendición de cuentas. Este escenario plantea una hipótesis que nos vemos obligados a analizar urgentemente dada la coyuntura: la probabilidad de que, para mantenerse en el poder, el gobierno presente opte por estrategias similares a las utilizadas por Venezuela bajo el régimen de Maduro.
Si esta hipótesis se da —como me temo que no quedará otra que darse—, implicaría la destrucción progresiva de la institucionalidad, debilitando las bases democráticas y sumiendo al país aun en el desorden.
Como muestran un botón: el equipo que investigaba la corrupción en las altas esferas del gobierno, y que a muchos les dio esperanzas de cambio, ha sido desmantelado. Este equipo estaba enfocado en figuras clave involucradas en actos de corrupción dentro del gobierno. De modo que fueron los mismos investigados los que lo desmantelaron. ¿Sorprende? No. Es lo que siempre ocurre cuando el poder se siente amenazado. Primero, se eliminó el grupo de policías que prestaba apoyo operativo al EFICOP. Luego, se removió al jefe del equipo de investigadores. Por último, se suspendió a la fiscal a cargo. Estas acciones no son casuales. Indican que los personajes bajo investigación tenían un nivel de poder considerable. Suficiente para orquestar la desarticulación del equipo cuyo fin era justamente dedicarse a investigar y combatir la corrupción en las más altas esferas gubernamentales. Estos movimientos apuntan directamente a que se estaba tocando a sectores muy influyentes en los más altos niveles, tanto en el gobierno como en el Congreso; lo que demuestra cómo el poder se protege a sí mismo cuando es confrontado por la justicia.
Por otro lado, la historia de Venezuela es un ejemplo contundente de cómo un gobierno autoritario puede aferrarse al poder manipulando las instituciones clave del Estado, desmantelando los mecanismos de rendición de cuentas y reprimiendo toda forma de oposición. En los años 90, Venezuela, una nación próspera, comenzó su descenso al abismo cuando sus líderes optaron por manipular las leyes y el poder en su favor, en lugar de enfrentar la realidad. A medida que se consolidan estos regímenes, la corrupción y el abuso de poder se institucionalizan, lo que agrava las condiciones sociales y económicas del país.
Lo mismo podría ocurrir aquí. Todo indica que, siguiendo los patrones de comportamiento individuales y colectivos, si continuamos por este camino, con una administración dispuesta a sacrificar la estabilidad del país para prolongar su control, Perú caerá en una espiral de crisis política y social similar a la de Venezuela. Las pruebas son claras; los hechos hablan por sí mismos. La falta de control institucional y la perpetuación de líderes corruptos han llevado al colapso del Estado, ignorando señales de advertencia.
La verdad es ineludible y, como ciudadanos conscientes, debemos enfrentarla para avanzar con integridad y determinación.
El crimen y la fe en la negación
Desde los criminales de cuello blanco, pasando por los extorsionadores, sicarios y los corrompidos por el poder que los alimentan, la mayoría de ellos viven atrapados en la negación, creyendo que pueden eludir lo inevitable. Aunque saben que su destino es incierto, se aferran a supersticiones, amuletos o rituales religiosos, confiando en que algo los protegerá del colapso. Este tipo de negación solo les otorga una falsa sensación de control.
La política no es diferente: los congresistas y líderes corruptos o aquellos que se creen al margen porque optan por ser solo observadores pasivos, muchos de ellos gozando de tan solo niveles ínfimos de aceptación popular —incluso de un solo dígito—, también están atrapados en una negación que les permite aferrarse a sus privilegios, sin reconocer que las consecuencias de sus actos están a punto de desbordarlos y, muy probablemente, reventarles en la cara.
Corruptos y dictadores: la negación del poder
La negación en el poder es un ciclo destructivo que afecta tanto a corruptos, corruptores y a los dictadores. Saben que su caída es inevitable, pero se niegan a enfrentar la realidad, aferrándose a la ilusión de que pueden mantener el control.
En Perú, hemos visto cómo diversos líderes políticos han seguido este patrón, optando por ignorar el deterioro institucional y social del país. No se dan cuenta de que retirarse a tiempo, con dignidad, aceptando sus errores, puede ser una muestra de verdadera fortaleza. Por el contrario, impulsados por el ego y la codicia, prefieren hundirse en la corrupción y arrastrar a la nación con ellos.
El poder como droga: un círculo vicioso
El poder tiene una cualidad adictiva. Quienes lo poseen experimentan una euforia que les hace sentirse invencibles. Pero también los ciega ante la realidad. Como cualquier adicción, el poder distorsiona la percepción, haciéndoles creer que pueden manipularlo todo a su antojo. Sin embargo, cuanto más intentan aferrarse a él, más rápido este acelera su caída.
Este círculo vicioso es particularmente evidente en los líderes peruanos, quienes, atrapados en su propia negación, no reconocen que su control está llegando a su fin.
Como en el Infierno de Dante, existe un lugar reservado para aquellos que, cegados por la arrogancia, creen haber sido tocados por un don divino que les otorga omnipotencia y omnisciencia. Estos líderes, atrapados en su propio narcisismo, ven sus decisiones como infalibles y consideran que su poder es incuestionablemente divino. Sin embargo, como bien señala Dante en su obra, la soberbia y la negación de la realidad son las llaves que abren las puertas del caos en el Infierno. Estos individuos terminan descendiendo en una espiral de destrucción, condenados por su incapacidad de aceptar su propia humanidad y fragilidad. Dante siempre nos recuerda que, mientras más alto llega el soberbio, más dolorosa será la inevitable caída.
El caso del gobierno peruano: negarse a enfrentar la caída
El Perú se encuentra en una encrucijada crítica. Los líderes actuales, profundamente enredados en la corrupción y con vínculos evidentes con mafias, parecen estar dispuestos a sacrificar el futuro del país con tal de proteger sus propios intereses. Están aferrados a la ilusoria idea de que, si logran mantenerse en el poder hasta el 2026, además de mantener sus sueldos, algún evento milagroso intervendrá para salvarlos de enfrentar las consecuencias de sus acciones.
Esta negación de la realidad es peligrosa: prolonga el sufrimiento de la nación y agrava las crisis políticas, sociales y económicas que enfrenta el país. Mientras tanto, el pueblo peruano, cada vez más cansado y agobiado, observa cómo el liderazgo elude su responsabilidad, olvidando que ningún poder dura para siempre, y que la historia siempre tiende a ajustar cuentas.
El Congreso está secuestrado por la corrupción. Con apenas unos pocos representantes que actúan con integridad, este es un terreno fértil para que el país siga los pasos de Venezuela (pero sin su petróleo) que en la década de los 90 comenzó su descenso a una dictadura disfrazada de la promesa de estabilidad.
La historia ha demostrado que los dictadores rara vez permanecen en el poder por convicciones ideológicas, sino por una desesperada necesidad de supervivencia, contando siempre con el apoyo de empresarios y países terceros cuyos intereses egoístas pretenden preservar.
Coraje para aceptar la realidad
En coaching, siempre decimos que el primer paso hacia la transformación personal y grupal es aceptar la realidad, sin excusas ni evasiones. Esto no es un signo de debilidad, sino de verdadera fortaleza. Solo aquellos líderes que tienen el coraje de enfrentar sus errores y actuar con integridad pueden generar un cambio real. La negación solo prolonga y acrecienta el sufrimiento, tanto para los individuos como para las naciones. Enfrentar la verdad es el único camino hacia la transformación.
¿Sobre quién recae la responsabilidad de enderezar el rumbo?
Cuando un país está encaminado hacia el abismo, no es momento de permanecer en silencio cobarde. Esto está muy lejos de ser ético y, mucho menos, moral. La responsabilidad recae sobre todos: desde los ciudadanos de a pie hasta los empresarios y, sobre todo, los políticos. Estos últimos no pueden seguir jugando a “hacerse los muertitos” hasta el 2026. Pero también es hora de que los empresarios —generadores de riqueza— asuman un papel más activo en la preservación de la democracia y el orden institucional, en lugar de observar desde la distancia, acumulando cuanta riqueza puedan mientras los ríos están revueltos.
Este es un llamado urgente a la acción. La negación solo prolonga la crisis y nos empuja más cerca del abismo. Es momento de enfrentar la verdad con coraje y tomar decisiones difíciles, pero necesarias, que nos alejen del desastre. Es fundamental que esas acciones sean oportunas y que no se posterguen, pues la demora puede ser fatal. La historia ya nos ha mostrado las consecuencias cuando los líderes procrastinan, eligiendo no actuar o, lo que es peor, esperando que sea otro el que tome la iniciativa.
¿Estamos realmente dispuestos a repetir los mismos errores? Aceptar la realidad es el primer paso para cambiar el rumbo. En este punto, la lección es clara: evadir responsabilidades no nos salvará, solo retrasará lo inevitable. Ahora es el momento de actuar con integridad, antes de que las decisiones tardías nos cuesten demasiado. No podemos ignorar las lecciones de Venezuela: hace 26 años, su declive comenzó con la corrupción y la negación de la realidad; si no actuamos ahora, Perú seguramente seguirá por el mismo camino.
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