El Perú atraviesa una de las crisis políticas más profundas de su historia. Claro resultado de la irresponsabilidad de políticos mediocres, empresarios cobardes y un pueblo que, desesperado, se aferra a cualquier atisbo de esperanza, incluso cuando este proviene de un criminal convicto y confeso. En medio de este panorama sombrío, quiero invitarte a reflexionar, a tomar acción y, sobre todo, a asumir el poder que tienes en tus manos para cambiar el curso de nuestra nación.
No hay mejor manera de comenzar que con un relato que, aunque ficticio, refleja dolorosamente nuestra realidad. Este relato desnuda la ingenuidad y mediocridad de nuestra clase política y empresarial, y nos desafía a pensar en lo que fue, lo que podría haber sido, y lo que aún puede ser, si decidimos tomar las riendas de nuestro destino.
En un remoto rincón del país, entre montañas y bosques, vivía Adela, una mujer humilde que trabajaba para la burocracia de su pueblo. Su vida, marcada por la soledad, encontraba consuelo en sus sueños de grandeza. Sin embargo, su voz rara vez encontraba oídos dispuestos a escucharla, pese a sus esfuerzos por sobresalir.
El destino de Adela cambió cuando su país cayó en el caos. Los políticos poderosos de su tierra, aferrados al poder y corrompidos por él, se sintieron amenazados por el creciente descontento popular. Desesperados, idearon un plan: elegir a “una reina” ingenua, torpe y manipulable, incapaz de comprender la complejidad política en la que sería atrapada. Adela, la burócrata, fue su elección.
Con promesas de riqueza, poder y halagos, la convencieron de que era la salvadora de su país. Le aseguraron que había sido “elegida por Dios” y que solo ella podría devolver la paz y prosperidad al país. Adela, con su espíritu sencillo, sus ansias de grandeza y su ambición por el poder y las riquezas, cayó en la trampa mortal.
Coronada como regente, Adela pronto se dio cuenta de que las razones por las que fue escogida nada tenían que ver con sus calidades o sus cualidades; todo no era más que una farsa. Los poderosos, manteniéndola aislada y colmándola de lujos, tomaban todas las decisiones en su nombre, las que ella luego repetía como si fuera un autómata, manipulada como un titere, perpetuando así la corrupción y el sufrimiento del pueblo. Adela, atrapada ahora en su rol, no terminaba de entender bien la magnitud de dicha farsa y cuáles serían sus consecuencias y, por ello, ella misma alimentaba las llamas de su desenlace al inflar más y más sus propias ambiciones personales de lujos y poder —tal vez así compensando inconscientemente el hecho de que ya comenzaba a sentirse el títere de los poderosos—.
Todos los domingos “después de la misa” los programas políticos mostraban la corrupción que había en las más altas esferas del poder y por 2 horas seguidas los ciudadanos hacían catarsis por toda la semana pasada. Sin embargo, inexplicablemente para el miércoles absolutamente todo se había olvidado… Y, peor aún, si esa semana había fútbol, el resultado de siempre: nadie era responsable de todos los actos de corrupción, nadie terminaba en la cárcel condenado, todos los malhechores eran protegidos por las más altas esferas de gobierno.
A pesar de la aparente apatía, en el fondo todo esto solo generaba más ira y más descontento en los ciudadanos.
Esta chispa de indignación creció mes tras mes hasta que, finalmente, estalló en una revolución.
Adela, que, a estas alturas, como planeado, se había convertido en el símbolo del repudio ciudadano, no tardó en ser depuesta y encarcelada. Sí, el desenlace lo impulsó el hartazgo de la masa, pero al fin y al cabo el accionar de “la guillotina” fue por la mano de aquellos mismos que —en esas paradojas del poder a las que ya estamos acostumbrados— la habían encumbrado a Adela desde el inicio; encumbrado, sin duda, para justamente este fin: el de ser decapitada en público cuando fuera necesario y conveniente para ellos.
Fue solo entonces cuando Adela comprendió la magnitud de sus errores y del engaño en escala masiva del que ella misma había sido cómplice.
Afortunadamente, en este caso el estallido popular fue tan grande que nadie se salvó; como un tsunami, la ola fue tan imponente que arrasó con todo y con todos a su paso. Los políticos, poderosos y manipuladores que explotaron la ambición e ignorancia de Adela, así como los empresarios que cobardemente se tapaban la nariz y los ojos para no ver lo que sucedía, ¡todos!, enfrentaron su destino por el papel que jugaron en esta pantomima de zarzuela. El juicio popular, fruto de la ira acumulada, los llevó a las mismas celdas donde ellos hace poco habían encerrado a Adela.
El cuento de Adela es más que un simple relato; es una alegoría puntual que refleja los desafíos políticos que actualmente enfrenta el Perú y que busca avivar al observador sobre cuál es la envergadura de los males (y los “malos”) que acechan en el país, llamando a que caiga el reflector sobre quien tenga que caer. Así, nos invita a reflexionar sobre los que pretenden manipular a los votantes creando Adelas dispuestas a prestarse para cubrir cualquier rol a cambio de dinero y poder. También nos invita a reflexionar sobre los peligros de un liderazgo manipulado por las élites que solo piensan en sus propios intereses, alejado de las verdaderas necesidades del pueblo.
Y esto es fundamental, pues un gobierno que actúa como marioneta de intereses oscuros está condenado a caer siempre en un ciclo de protestas, revueltas y caos.
El futuro político de nuestro país se encuentra en una encrucijada crucial. Si el gobierno actual, el Congreso, los empresarios y otros actores de poder continúan ignorando las demandas del pueblo y privilegiando sus intereses personales y corruptos, el Perú podría estar al borde de un cambio radical. Este podría venir de la derecha o izquierda extremas, ya que la mesa está servida para que cualquier desquiciado se siente a merendar. Lo peligroso no está en el término “radical” —pues estaremos de acuerdo que lo que este país realmente necesita ahora mismo es de medidas radicales—, lo peligroso es quién será el que realice dicho cambio, y en qué contexto ideológico. Pase lo que pase, en su momento las élites tendrán que enfrentar las consecuencias de sus acciones u omisiones. El mensaje es claro, lo repito: la mesa está servida para los extremistas, pero solo un liderazgo auténtico, basado en la justicia, la equidad y la integridad, podrá salvar al Perú de un destino sombrío.
Es hora de que quienes ocupan temporalmente el poder actúen con valentía, escuchando y respondiendo a las necesidades del pueblo. Los políticos y empresarios ya no pueden seguir cobardemente negociando y pactando con dictadorsitos o dictadorsitas, sátrapas, tiranos o tiranas de turno, esencialmente delincuentes en el poder, con tal de obtener beneficios personales.
Ya es hora de que la clases política y empresarial dejen de jugar al muertito y asuman su responsabilidad. ¡No basta con generar riqueza! ¿Aún no lo han entendido? ¡El beneficio de esa riqueza debe llegar hasta el último ciudadano del territorio nacional!
La transformación es posible, sí. Y requiere de líderes comprometidos con el bienestar común, no con sus ambiciones personales. En vista de que los líderes de gobierno son literalmente “contratados” por el pueblo, al fin y al cabo, un pueblo descontento, ansioso y estresado, no es un “cliente” contento; y todos sabemos lo que rige el axioma: el “cliente” siempre tiene la razón. Sin embargo, hay que recalcar lo de que el gobierno es literalmente “contratado” por el pueblo… Esto quiere decir que los responsables no son solo los “de arriba”, aquella retahíla de fantoches que hemos aprendido a detestar por instinto: la lección del cuento de Adela no es solo para los políticos, empresarios y líderes en general… ¡también es para el pueblo!
Una ciudadanía informada y participativa es la fuerza que conduce al cambio. Es este el eje central que puede llevar al país hacia la justicia y la estabilidad; el poder democrático que los muchos ejercen sobre los pocos. Porque, como declamaba Atahualpa Yupanqui, con amarga esperanza, “La arena es un puñadito / Pero hay montañas de arena”.
Sobre todo, es momento de que el pueblo peruano se levante para erradicar la corrupción y construir un futuro mejor. La transformación requiere una ciudadanía comprometida con el bienestar colectivo, que participe activamente en la vida política con integridad y conocimiento. Esa vieja cantaleta que dice: nunca te metas en política porque ahí están solo los delincuentes y el lumpen de la sociedad, es una trampa muy peligrosa dado que, si los buenos no entran a manejar los destinos de su país porque ahí solo va el lumpen de la sociedad, ¿adivinen quiénes son entonces los únicos que quedan disponibles y dispuestos para tener en sus manos nuestros destinos y los de nuestros hijos y nietos? A pesar de los desafíos, juntos tenemos el poder de cambiar el rumbo de nuestra historia y construir un país más justo y próspero.
Comentarios recientes