Había una vez en algún lugar del mundo un país llamado Perulandia. Este peculiar rincón de la tierra era conocido como el país de los sueños y la perla de América del Sur. Un lugar donde todo parecía ser perfecto y maravilloso. Las calles estaban pavimentadas con oro y las fuentes brotaban con el néctar de las diosas. Los árboles daban frutos de platino y las casas parecían hechas de nubes de algodón. ¡Qué maravilla, qué alegría!… O eso es lo que los líderes querían hacer creer a los habitantes. En Perulandia todo estaba diseñado meticulosamente para parecer un sueño hecho realidad. Déjenme contarles la verdadera historia detrás de esa fachada.
En realidad, Perulandia era un país fundado sobre lo irreal. Todo era una ilusión, un engaño hábilmente maquinado para atraer a los ingenuos que buscaban vivir en un lugar perfecto. Los líderes del país eran maestros de la manipulación: utilizaban trucos y artimañas para mantener a la gente bajo su control.
En este lejano país había un grupo de políticos que aspiraba a obtener el voto de los ciudadanos. Durante sus campañas electorales, estos políticos, tal como lo habían hecho un sinfín de políticos antes que ellos, prometían el cielo y la tierra a sus conciudadanos. Comían en los mercados cuanto potaje se les pusiera delante, cargaban y besaban tantos niños como les cupieran en las manos, bailaban improbablemente todo ritmo que se les reprodujera por un parlante y usaban todo atuendo típico del pueblo en el que pusieran pie. Haciendo todo esto se relamían a sí mismos: “Si me parezco a ellos… creerán que soy uno de ellos… ¡y me darán su voto!”
Los políticos de esta historia creían que lo más complicado en la política era ganar las elecciones. En general, estaban dispuestos a hacer toda clase de ridículo con tal de asegurar que una persona más colocara una equis sobre sus caras. Se jactaban de sus discursos ensayados, su apretón de manos firme y su capacidad para contonearse frente a las cámaras cual vedettes. Y de seguro así se sentían, como actores de burlesque, y por eso se portaban como tales. Pero, oh, qué equivocados estaban, cuán lejos de la verdad se encontraban.
¿Ganar elecciones? Pff, esa no es la parte más difícil. Cierto, tampoco es pan comido: requiere de profesionales capacitados en llevar una campaña, manejo de crisis e imagen política. Pero, no, lo más complicado y crítico del asunto viene después.
Ellos ingenuamente pensaban que, tras años de experiencia en el arte del engaño y la manipulación, estaban listos. Se creían auténticos maestros en el juego de la política. Sin embargo, ignoraban por completo que su verdadera carrera contra el tiempo, contra su propia destrucción política, apenas comenzaba una vez alcanzado el anhelado cargo.
La gente de Perulandia, país de los sueños, vivía en una constante comedia absurda, fingiendo que todo estaba bien y riendo de las ridiculeces que veían hacer a los políticos. En secreto, soñaban con la libertad y la verdad, anhelaban escapar del perverso encanto de estas siniestras sirenas marinas.
Como todo sistema corrupto, Perulandia tenía a su disposición un ejército de seguidores y fanáticos, extremistas de derecha y de izquierda que, como adoradores ciegos, creían fervientemente en las promesas vacías del gobierno de turno y se comprometían a defender su farsa ante cualquier amenaza, real o imaginaria.
Vinieron las elecciones y allá fueron los políticos de marras. Ellos ganaron por la campaña de promesas que hicieron, no por ser honestos ni por méritos en una gestión. Pero, eso sí, fueron repartiendo sonrisas falsas, regalos, caramelos y promesas vacías. Lograron convencer a un pueblo tan cansado de falsas promesas pero, a la vez, desesperadamente ansioso de que algo mágico pase y que, esta vez, como ninguna otra antes, sí sea cierto que ese hombre o mujer que ha venido a nosotros con promesas y regalos, que se viste como nosotros y baila nuestros bailes, realmente sea el o la que logre traernos los tres anhelos más acariciados: salud básica para mi familia, educación para mis hijos y la seguridad de que puedan caminar por las calles sin ser asaltados, violados o asesinados.
Aquellos políticos de ensueño se aprovecharon de las esperanzas de la gente y lograron una victoria basada en promesas sin posibilidad de ser realizadas. ¡Bravo! ¡El trabajo en campaña había dado sus frutos! Pero, ay, todavía no sabían que lo que tenían por delante era realmente un reto para su capacidad y resistencia.
Gobernar… Eso sí que era más complicado de lo que se esperaban.
Encontraron que las promesas eran como burbujas de jabón: hermosas y relucientes, pero efímeras. Una vez en el poder, los planes ambiciosos resultaban no ser tan fáciles de realizar y, a veces, eran incluso imposibles. Se enfrentaron a una realidad que parecía burlarse de ellos, una realidad que se negaba a cumplir sus caprichos, y aprendieron el significado del antiguo dicho: con la misma intensidad con la que te amaron de subida, te odiarán de bajada.
Pero, poco a poco, algunos ciudadanos valientes empezaron a despertar de su letargo. Se daban cuenta de la farsa en la que habían estado viviendo todo este tiempo. Comenzaron a cuestionar lo que veían a su alrededor, buscando la verdad oculta detrás del grueso manto de tanta ilusión. Descubrieron que detrás de la fachada dorada de Perulandia, el país de los sueños, se escondía un país en ruinas, lleno de injusticia y corrupción.
Un día, este valiente grupo de ciudadanos cansados y desilusionados decidió confrontar a esos políticos y, con voz firme y sarcástica, les lanzaron sus requerimientos al aire: ¡Si ustedes, políticos de turno, que aspiran a obtener mi voto, no están en condiciones de asegurarme estas tres cosas que son lo mínimo que un gobierno debe poder garantizarle a sus ciudadanos: Salud, Educación, Seguridad; mejor quédense en sus casas!…
Estos políticos se sorprendieron de la audacia de los ciudadanos que se atrevían a reclamarles algo a ellos que fueron elegidos por voto popular. Se detuvieron en seco y miraron con estupor a los que se habían atrevido a desafiarlos. Y, en lugar de llamarlos a un lado y conversar con ellos respecto del tenor y la razón de su reclamo, lo tomaron como amenaza y decidieron enfrentarlos con su retórica habitual: “Oh, queridos conciudadanos —comenzaron los políticos con sus sonrisas fingidas—, ustedes no entienden todo el trabajo que implica gobernar un país. Estas tres cosas que mencionan, aunque parecen importantes, o no son realmente necesarias o no dependen verdaderamente de mí.”
Y es que los políticos no se amedrentaban fácilmente. Ellos vivían en una burbuja de jabón y, creyéndose conocedores del arte del engaño, recurrieron a viejas tácticas: se hicieron los ciegos y sordos ante las demandas del pueblo, confabularon con sus colegas y hasta pactaron con el demonio con tal de mantenerse aferrados al cargo el mayor tiempo posible. Para lograrlo, además, redactaron leyes a la medida de sus intereses y de aquellos que necesitaban como aliados en este objetivo de perpetuarse en el poder. Y las promulgaron sin importarles las consecuencias, convencidos de que este era el camino más provechoso para sus intereses. Desviaron fondos para llenar sus propios bolsillos y rieron a carcajadas mientras el pueblo sufría y los repudiaba por las inevitables consecuencias de su rapiña.
¿Mantenerse en el cargo? ¡Claro que sí! Solo bastaba con mentir descaradamente y rodearse de aduladores que alabaran sus decisiones. Después de todo, lo último que pierde un político es la sonrisa en el rostro y las palabras guionadas que justifiquen sus actos. La sinceridad y la transparencia no eran más que términos indefinidos para ellos. Después de todo, los políticos de Perulandia ¡habían sido ungidos por los Apus!
Pero el tiempo siguió su curso y las máscaras comenzaron a caer. El pueblo, cansado de nuevas mentiras y decepciones, despertó de su letargo por fin y los confrontó con la justicia en la mano. Exigió justicia y un cambio real. Y pronto su clamor remeció los alcázares de todos aquellos políticos que se creían invencibles. Primero fue suave vibrar, y estos políticos perulandeses, envueltos en su sarcasmo e ignorancia, y que nunca entendieron la importancia de su labor ni las consecuencias de sus actos, mientras el pueblo reclamaba cambios reales y una política más justa, continuaron sumidos en su propia burbuja de jabón, creyendo que el poder les pertenecía y que la voluntad del pueblo no era más que una ilusión pasajera. Pero, como dice el refrán: la soberbia precede a la caída… Y la caída de estos políticos arrogantes y corruptos de sus torres fue estrepitosa.
Cierto, algunos, los más astutos, lograron escapar a tiempo, antes de que el pueblo (que es el verdadero poseedor del poder) los alcanzaran. Otros, en cambio, se vieron arrastrados por la ira popular y terminaron como títeres rotos, destrozados por su propia ambición. Y como siempre se tira la fruta fresca con la podrida, en la misma oleada se fueron también aquellos políticos “frescos” que no eran ni chicha ni limonada y que, así, se dedicaban a navegar con labandera de Yo-no-sé-nada-ni-conozco-a-nadie. ¡Sí, aquellos que, por conveniencia o cobardía, esperaban que otro fuera el que asumiera la responsabilidad de actuar! Ellos también se fueron por el drenaje. Aquellos que, muchas veces, incluso voltearon la mirada para otro lado mientras el caos pasaba en procesión por delante de ellos. Cuando las aguas se calmaron, muchos se encontraron incluso presos.
Así terminó la historia de estos políticos ingenuos, que creyeron que lo difícil era ganar elecciones. La realidad los golpeó sin piedad. ¿Pero acaso habrán aprendido finalmente su lección?
Aprendámosla nosotros, querido lector, y que esta historia nos sirva de recordatorio, sobre todo a aquellos que pensamos que ganar elecciones es la parte difícil de la ecuación y, por ende, la meta final, que el verdadero desafío reside en ejercer el cargo con dignidad y siendo fieles a las promesas de campaña, cumpliendo con las expectativas del pueblo y dejando de lado la arrogancia y la corrupción; que la verdadera dificultad reside en que el pueblo te renueve su confianza cada año de tu gestión.
El cargo político al que el pueblo lo elige le queda muy grande a cualquier ser humano: la labor de uno es crecer a llenar el cargo que se le otorga. El reto más grande para un político y, por ello, su más grande logro, debería ser convertir la política en un servicio noble y honesto, como alguna vez lo fue.
Así, por fin Perulandia, el país de los sueños, se convertirá en el país de las realidades: un lugar donde la verdad reina y las falsas ilusiones se desvanecen.
¿Esto es algo que se logrará?
Sólo el tiempo lo dirá.
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