En tiempos en que la incoherencia social parece haberse normalizado, es inevitable cuestionarnos si somos una sociedad esquizofrénica o si, con nuestras acciones y omisiones, estamos creando entornos esquizofrenógenos.
Este término se utiliza para describir dinámicas familiares o sociales que se caracterizan por usar una comunicación confusa, contradictoria y sumamente ambigua, lo cual genera estrés y vulnerabilidad en los miembros que forman dicha dinámica grupal. Según los estudios realizados, los miembros más afectados suelen ser los más jóvenes, esto en términos de entornos familiares, así como la ciudadanía de un país; de igual manera, son los miembros de la ciudadanía que se encuentran en estado de mayor vulnerabilidad los que caen presa fácil a estas dinámicas. Estos entornos son productivos al desarrollo de la esquizofrenia u otros trastornos psicóticos.
¿Cómo los reconocemos en el día a día? Fácil: Nos dicen una cosa y, al mismo tiempo, nos exigen lo contrario.
El resultado de esto es una total confusión, desconcierto, ansiedad y estrés. Esto, a su vez, genera un gran descontento y desestabilización general, afectando tanto el entorno familiar como el laboral, multiplicándose a lo largo y ancho de toda la ciudadanía, hasta que se vuelve un “problema global” de una sociedad cuando estos mensajes contradictorios vienen del gobierno o de instituciones públicas. A ese nivel, desde luego que el impacto afecta a toda la población.
Un claro ejemplo de esta disonancia lo podemos ver en la narrativa sobre la vida del expresidente Alberto Fujimori, un líder cuya figura sigue dividiendo al país entre fujimoristas y antifujimoristas incluso décadas después de su mandato. Durante los tres días de duelo decretados por el gobierno tras su fallecimiento —en si ya un acto contradictorio debido a los antecedentes, pues no hay que olvidar que, el indulto no elimina los crimenes por los que fue condenado—, los medios de comunicación compartieron su legado de manera contradictoria: se destacó cómo dio un golpe de Estado, cerró el Congreso, cambió la Constitución, renunció por fax, fue destituido por incapacidad moral permanente, y, finalmente, arrestado y condenado a más de 25 años por corrupción, crímenes de lesa humanidad y fraude electoral, entre otros delitos; pero, al mismo tiempo, se elogiaban algunos de logros de su mandato, sobre todo de su primer gobierno, como la lucha contra el terrorismo —en la que también se han encontrado razones para algunas de las condenas, dicho sea de paso—.
La paradoja no acaba ahí, sin embargo: los mismos políticos, cuyos partidos hace más de 25 años destituyeron al presidente Alberto Fujimori por incapacidad moral, ahora lo despedían con honores y lágrimas públicas. Este mensaje de doble vínculo no solo confunde a la ciudadanía, sino que perpetúa un ciclo de crisis y desconfianza hacia el liderazgo.
La trampa del doble vínculo
Esta contradicción, donde se condena y ensalza a la misma persona por los mismos actos, nos enfrenta a un dilema social profundo. Sí, es cierto, todos los seres humanos tenemos aspectos que suman valor a la sociedad y otros que restan o que no aportan tanto. Nadie es perfecto o perfectamente malo. Sin embargo, cuando los mismos actos por los cuales se condena a alguien son también elogiados, estamos ante un mensaje peligroso. Se nos enseña a valorar la justicia y la integridad como principios fundamentales, pero simultáneamente, somos testigos de cómo se justifican o glorifican acciones que violan esos mismos principios, solo porque la persona en cuestión nos resulta simpática o útil.
Este tipo de mensajes generan ansiedad y frustración porque socavan nuestra confianza en el sistema de justicia y en nuestros líderes. Como ciudadanos, y agentes de cambio, tenemos la responsabilidad de cuestionar estos entornos y asumir un liderazgo transformador, basado en la coherencia y la responsabilidad. Ciudadanos somos todos, el pueblo, los empresarios y los políticos.
El poder ciudadano frente a la incoherencia social
Históricamente, los ciudadanos han sido los guardianes de la moral y la coherencia. En momentos de crisis, es vital que elevemos nuestras voces para señalar las injusticias y liderar el camino hacia la transformación. Como sociedad, debemos identificar los mensajes contradictorios que recibimos, desmantelar las narrativas que nos mantienen en crisis, y construir nuevos modelos de comportamiento y liderazgo basados en la autenticidad.
Las frases como “roba pero hace obras” o “nosotros matamos menos que ustedes” son ejemplos de cómo hemos normalizado la corrupción y la injusticia. Este tipo de justificaciones socavan la integridad de la sociedad y perpetúan el ciclo de crisis. El cambio empieza por la autoconciencia y la capacidad de tomar responsabilidad por nuestras acciones. No podemos seguir culpando exclusivamente a los políticos: debemos asumir nuestro rol activo como ciudadanos responsables.
Coherencia entre el decir y el hacer
La coherencia es la alineación entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace.
Si queremos un cambio real, es necesario que la coherencia sea la norma, no la excepción. De esta manera, los ciudadanos comprometidos y conscientes pueden ejercer un liderazgo auténtico, donde las acciones reflejen verdaderamente los valores que se promueven.
Empoderamiento y transformación
La sociedad no tiene que seguir atrapada en estos entornos esquizofrenógenos. Si bien nuestras acciones y omisiones han contribuido a su creación, también tenemos el poder de transformarlos. Desde una conciencia colectiva y un compromiso ciudadano, es posible construir un nuevo paradigma donde prevalezcan la justicia, la integridad y la coherencia.
Este proceso comienza cuando decidimos cuestionar el liderazgo que seguimos, reconocer nuestro papel como ciudadanos activos y asumir la responsabilidad de lo que permitimos.
Los países con mejores gobiernos son aquellos que cuentan con ciudadanos más comprometidos, organizados y conscientes. El futuro de una sociedad más justa y coherente depende de cada uno de nosotros. El cambio está en nuestras manos.
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